Umberto
Eco y su mira al deporte
Joslar
Sport
Extracto
del libro “La estrategia de la ilusión”
La
cháchara deportiva. El futbol
“Pero
el atleta como monstruo nace cuando el deporte se eleva al cuadrado: es decir,
cuando el deporte, de juego que era jugado en primera persona, se convierte en
una especie de discurso sobre el juego, el juego como espectáculo para otros y,
por tanto, el juego jugado por otros y visto por mí. El deporte al cuadrado es
el espectáculo deportivo.”
Hay
algo que ningún movimiento estudiantil, ninguna revuelta urbana, ninguna
protesta global o lo que sea podrán hacer nunca, aunque lo consideraran
esencial: invadir un campo deportivo en domingo.
La
propuesta misma se revela irónica y absurda. Tratemos de hacerla y se nos
reirán en la cara. Hagámosla seriamente y se nos tachará de provocadores. Una
masa de estudiantes puede dedicarse a tirar cócteles Motolov contra los jeeps
de cualquier policía: no habrá nunca más de una cuarentena de muertos, dadas
las leyes, las exigencias de la unidad nacional, el prestigio del Estado.
Por
el contrario, el ataque a un terreno deportivo provocaría sin duda una matanza
indiscriminada, total, de los atacantes en manos de los probos ciudadanos
estupefactos por la afrenta y que, sin otra cosa más importante que
salvaguardar que ese supremo derecho conculcado, estarían dispuestos al
linchamiento en masa.
Se
puede ocupar una catedral y sólo habrá algún obispo que proteste, algunos
católicos conmocionados, un grupo de disidentes favorables, la izquierda que
será indulgente y los laicos históricos (en el fondo) felices. Se puede ocupar
la sede central de un partido, y los demás partidos, más o menos solidarios,
pensarán que se lo merece.
Pero
si alguien ocupase un estadio, aparte de las reacciones inmediatas que esto
provocaría, nadie sería solidario: la Iglesia, la Izquierda, la Derecha, el
Estado, la Magistratura, los Chinos, la Liga por el Divorcio y los Anarcosindicalistas,
todos pondrían al criminal en la picota. Hay, por tanto, una zona profunda de
la sensibilidad colectiva que nadie, ya sea por convicción o por cálculo
demagógico, consentiría en tocar.
Existe,
pues, una estructura profunda de lo Social que, de disolverse su Argamasa
Esencial, pondría en crisis todo principio asociativo posible, y por tanto la
presencia del hombre en la Tierra, o por lo menos la forma en que ha estado
presente en las últimas decenas de millares de años. El Deporte es el Hombre, el
Deporte es la Sociedad.
Pero,
si es cierto que está hoy en juego una revisión global de las relaciones
humanas, esta revisión tiene que abordar el Deporte. En esta raíz última se descubrirán las
inconsistencias del Hombre en tanto que animal social: aquí emergerá lo que hay
de no humano en la relación social. Aquí se hará evidente la naturaleza
falseadora del Humanismo Clásico, fundado en la antropolalia griega, fundada a
su vez no en la contemplación, en la noción de ciudad o en la primacía del hacer,
sino en el Deporte, como derroche calculado, cobertura del problema, «cháchara»
elevada al rango de tumor.
En
suma —y más adelante nos explicaremos— el deporte es la aberración máxima del
discurso «fático», y por tanto —al límite— es la negación de todo discurso, y
por consiguiente es el principio de la deshumanización del hombre, o la
invención «humanística» de una idea del hombre falseadora desde el principio.
La
idea de «derroche» domina la actividad deportiva. En principio, todo gesto
deportivo es un derroche de energía: si arrojo una piedra por el puro placer de
arrojarla — no con un fin utilitario cualquiera— derrocho calorías que he
acumulado a través de la ingestión de comida, realizada a través de un trabajo.
Ahora
bien, este derroche —que quede muy claro— es profundamente sano. Es el derroche
propio del juego. Y el hombre, como todo animal, tiene necesidad física y
psíquica de jugar. Hay, por tanto, un derroche lúdico al que no podemos
renunciar: ejercitarlo significa ser libre y liberarse de la tiranía del
trabajo indispensable. Si junto a mí, que arrojo la piedra, se agrega otra
persona para arrojarla aún más lejos, el juego toma la forma de la
«competición»: ésta también es un derroche de energía física y de inteligencia,
que provee las reglas del juego, pero este derroche lúdico se resuelve en un
provecho. Las carreras mejoran las razas, las competiciones desarrollan y
controlan la competitividad, dado que reconducen la agresividad original a
sistema y la fuerza bruta a inteligencia.
Pero
en estas definiciones anida ya la carcoma que mina el gesto en sus raíces: la
competición disciplina y neutraliza las fuerzas de la praxis. Reduce el exceso
de acción, pero de hecho es un mecanismo para neutralizar la acción. En ese
núcleo de equívoca sanidad (de sanidad «sana», mientras no se traspase cierto
límite: se puede morir por exceso de ese indispensable ejercicio liberador que
es la risa, y Margutte revienta por causa de una salud exagerada) maduran las
primeras degeneraciones de la competición: como la «cría» de seres humanos
consagrados a la competición.
El
atleta es ya en sí mismo un ser que ha hipertrofiado un órgano, que hace de su
cuerpo sede y fuente exclusiva de un juego continuo; el atleta es un monstruo,
es el Hombre que Ríe, es la geisha de pie comprimido y atrofiado, consagrada a
la instrumentalización total.
Pero
el atleta como monstruo nace cuando el deporte se eleva al cuadrado: es decir,
cuando el deporte, de juego que era jugado en primera persona, se convierte en
una especie de discurso sobre el juego, el juego como espectáculo para otros y,
por tanto, el juego jugado por otros y visto por mí. El deporte al cuadrado es
el espectáculo deportivo.
Si
el deporte (practicado) es salud, como el comer, el deporte visto es el
falseamiento de la salud. Cuando veo jugar a otros, no hago nada sano, y
únicamente me deleito vagamente con la salud de los otros (que ya sería
escuálido ejercicio de voyeurismo, como quien observa a otros mientras hacen el
amor), porque en realidad saco el máximo placer de los accidentes que le
ocurrirán a quien realiza ese ejercicio saludable, y, por consiguiente, de la
enfermedad que mina esa salud en ejercicio (como quien observa no a dos seres
humanos, sino a dos abejas que hacen el amor, en espera de asistir a la muerte
del zángano).
Es
cierto que quien observa la práctica del deporte en otros se excita y grita y
se remueve, y por tanto realiza una gimnasia física y psíquica, y reduce su
agresividad y disciplina su competitividad. Pero esta reducción no es compensada,
como en la práctica del deporte, por un acrecentamiento de energía y por la
adquisición de control y dominio de sí mismo, ya que los atletas rivalizan por
juego, pero los voyeurs lo hacen en serio (tan cierto es como que luego se
pegan, o mueren por infarto en las gradas).
El
elemento disciplinante de la competitividad, que en el deporte practicado tiene
los dos aspectos del acrecentamiento y de la pérdida de la propia humanidad, en
el voyeurismo deportivo sólo tiene una, la negativa. El deporte se presenta
entonces como ha sido a través de los siglos, como instrumentum regni. Es
evidente; los circenses ponen freno a las energías incontrolables de la
multitud.
Pero
este deporte al cuadrado (objeto hoy de especulaciones y mercados, bolsas y
transacciones, ventas y consumos coaccionados) genera un deporte al cubo, que
es el discurso sobre el deporte en tanto que deporte visto.
En
primera instancia, ese discurso es el de la prensa deportiva, pero genera a su
vez el discurso sobre la prensa deportiva, y por consiguiente un deporte
elevado a la potencia n. El discurso sobre la prensa deportiva es el discurso
sobre un discurso acerca del deporte ajeno como discurso.
En
efecto, la cháchara sobre la cháchara deportiva posee todas las apariencias del
discurso político. En ella se dice qué hubieran debido hacer los gobernantes,
qué es lo que han hecho, qué es lo que quisiéramos que hicieran, qué es lo que
ha sucedido y qué es lo que sucederá: sólo que su objeto no es la Ciudad (y los
pasillos del Palacio de Gobierno), sino el Estadio, con sus bastidores. Esta
cháchara es pues, aparentemente, la parodia del discurso político, pero, puesto
que en esta parodia se diluyen y se disciplinan todas las fuerzas de que
disponía el ciudadano para el discurso político, tal cháchara constituye el
Ersatz del discurso político. Y lo es hasta tal punto que ella misma se
convierte en discurso político.
Después,
no queda espacio para otra cosa. Y puesto que quien practica esa cháchara
deportiva, si no hiciera por lo menos esto, advertiría que posee posibilidad de
juicio, agresividad verbal y competitividad para emplear de otro modo, la
cháchara deportiva lo convence de que el gasto de esas energías tiene un fin
determinado. Una vez calmada la duda, el deporte cumple su función de falsa
conciencia.
Y
puesto que la cháchara sobre el deporte proporciona la ilusión de interesarse
en el deporte, la noción de hacer deporte se confunde con la de hablar de
deporte: quien parlotea sobre el deporte se cree deportivo, sin advertir que no
practica deporte alguno.
Así
no se da cuenta siquiera de que no podría practicarlo, porque el trabajo que
hace, cuando no parlotea, lo debilita y le resta la energía física y el tiempo
que serían necesarios para practicar un deporte.
Se
trata de la misma cháchara cuya función definió Heidegger en 'Sein und Zeit':
«La
cháchara es la posibilidad de comprenderlo todo sin que haya apropiación
preliminar de la cosa. La cháchara, desde el principio, protege del peligro de
errar en tal apropiación. La cháchara, que está al alcance de todos, no sólo
libera de la tarea de una auténtica comprensión, sino que forja una
comprensibilidad indiferente para la cual ya no existe nada incierto... La
cháchara no presupone la volición de un engaño. No tiene el modo de ser del
conocedor, puede hacer creer tanto una cosa como otra... La cháchara, por
tanto, en virtud de su indiferencia respecto a la necesidad de remontarse al
fundamento de lo que se dice, es siempre, desde la raíz, un encerrarse».
Ciertamente,
Heidegger no pensaba en una negatividad total de la cháchara: la cháchara es el
modo cotidiano en que somos hablados por el lenguaje preexistente en lugar de
someterlo a fines de comprensión y descubrimiento.
Es
una actitud normal. Para él, sin embargo, «lo que cuenta es que se hable». Se
trata de aquella función del lenguaje que para Jakobson es la función «fática»
o de contacto. Al teléfono (cuando respondemos «sí, no, bien, claro...») y por
la calle (cuando preguntamos: «¿Cómo está?» a alguien cuya salud no nos
interesa realmente, y el interpelado, que lo sabe, sigue el juego respondiendo
«Bien, gracias») estamos conduciendo discursos fá-ticos indispensables para
mantener una conexión constante entre los hablantes; pero los discursos fáticos
son indispensables porque mantienen en ejercicio la posibilidad de
comunicación, a los fines de otras comunicaciones más sustanciosas; si esta
función se hipertrofia tenemos un contacto continuo sin mensaje alguno. Como
cuando un aparato de radio permanece encendido fuera de sintonía, con un ruido
de fondo y algunas descargas, que nos advierten que estamos en cierta
comunicación con algo, pero no nos permiten saber nada.
La
cháchara deportiva, nacida como elevación a la enésima potencia de ese derroche
inicial (y razonado) que era el juego deportivo, es la magnificación del
Derroche, y por tanto el punto máximo del Consumo. Sobre ella y en ella, el
hombre de la sociedad de consumo se consume a sí mismo (y consume toda
posibilidad de argumentar y juzgar el consumo coaccionado al que es invitado y
sometido).
Por
tanto, ningún requerimiento político podría hacer presa en una práctica que es
la falsificación total de toda disponibilidad política. Por esta razón, ningún
revolucionario tendría el coraje de revolucionar la disponibilidad a la
cháchara deportiva; el ciudadano se apoderaría del discurso contestatario y
transformaría los elementos en elementos de cháchara deportiva, o rechazaría en
bloque, y con desconfianza desesperada, la intrusión de la razón en su razonable
ejercicio de racionalísimas reglas verbales.
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